miércoles, 6 de agosto de 2014

Discurso

Para el taller de narrativa con Gilda Holst tuvimos que ensayar lo que diriamos si nos entregasen el Nobel. Hago la aclaración para que no piensen que enloquecí, así como también aclaro que esto sólo sería un fragmento del discurso.

DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL NOBEL DE LITERATURA

En las vacaciones de la infancia, todos los primos de una edad relativamente cercana, nos sentábamos sin orden particular alrededor de una pesada mesa de guayacán, que dependiendo de los comensales se desplegaba y se hacía más grande aún.  En la cabecera siempre se sentaba mi tía abuela Colombia que era la única soltera de una extensa familia de inmigrantes que llegaron al Ecuador en la época del liberalismo, y que a pesar de ser muy hermosa, decidió no casarse después de haber asistido a un parto. 

Cuando eran bastante jóvenes, mi abuela y mis tíos, perdieron a sus dos padres, así que tuvieron que sobrevivir como pudieron.  Mi abuela, por ejemplo, a quien por actos de rebeldía la habían expulsado varias veces del colegio, dejó de estudiar y se dedicó a la costura.   No fue la única que tuvo que abandonar los estudios, pues estos dejaron de ser urgentes.  El tío Juan José, que era el mayor, y que había completado su formación, fue labrando una carrera exitosa en el comercio hasta convertirse en el Presidente de la fábrica de cigarrillos 'El Progreso', y fue quien se hizo cargo de las mujeres hasta que se casaron y formaron otra familia.  Algunos de los hombres se fueron a trabajar al campo.  Mi tía Colombia se dedicó a leer.

En su casa, heredada del tío Juan, había una habitación con una biblioteca a la que no entrábamos porque éramos miedosos, y la casa era antigua, fría, de techos altos, con pisos de linóleo, muebles de madera negra, vitrales, murciélagos y puertas que permanecían bajo llave.  Para entrar a la biblioteca, primero debíamos pasar por una de esas puertas, de la cual salían ruidos que nos hacían pensar que era una mala idea entrar, pero los primos más grandes entraban y nos describían esa habitación lúgubre, por la que apenas se filtraba la luz, y que a su vez contenía otra pequeña puerta en la que, decían ellos, se escuchaba cómo alguien arrastraba cosas.  La biblioteca además de guardar centenares de libros de literatura, geografía, historia y arte, conservaba las medallas de Gran Masón del tío Juan.  Con su muerte, las medallas, los libros y el miedo fueron desapareciendo.

Sin embargo, cuando éramos aún muy pequeños, y como seguramente la tía Colombia sabía que a nosotros se nos hacía difícil entrar a tomar los libros, nos acercaba a la lectura a su manera.  Una de las cosas que hacía era ponernos en fila y que cada uno de nosotros recitara una letra del ‘Alfabeto para un niño’ de José Joaquín de Olmedo, en coro, porque ella para apoyarnos, recitaba cada de una de las letras con nosotros; o nos sentaba alrededor de esa gran mesa a contarnos las historias de una Biblia ilustrada para niños, o las aventuras de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.  Después de la lectura hacía pausas, nos hacía preguntas, y luego teniamos pintar lo que más nos había gustado.  Cuando terminábamos, se tomaba el tiempo para encontrar algo digno de elogiar en cada uno de nuestros trabajos, que nunca eran menos de ocho; y escogía ilustraciones para guardarlas en el interior de un cuadernito de pasta dura escarlata, para luego mostrarlas a todo aquel que llegara a su casa a visitarla.

En ese cuaderno, mi tía había recogido el árbol genealógico de la familia, desde la llegada del primer Plaza en época de la Colonia, hasta una generación después de la mía.  Yo recuerdo con claridad que el cuaderno tenía dibujos, y un árbol obviamente, ataviando sus páginas con los retratos de cada uno de sus miembros, ilustrados por ella misma; pero lo que me llamaba la atención era que su árbol estaba escrito, y que narraba la llegada de cada integrante de la familia como una historia separada.  El último cuento le pertenecía a mi primer sobrino, a quien ella llamó ‘el pequeño Buddha’ por su aguda mirada y por la perfecta forma esférica de su cabeza.  Para mí, no fue Cervantes, ni Olmedo, el primer recuerdo que tengo de un escritor, sino mi tía Colombia.

No sé cuál era la motivación de su escritura pero no creo que diste de las mías.  Yo escribo porque no puedo contener el fondo dentro de mi forma.  Escribo porque las palabras acompañan a esa sensación de soledad que me asalta en las madrugadas.  Escribo porque tengo mala memoria y tengo un enfermizo apego por los recuerdos.  Escribo para encerrar mis ideas en un lugar de donde nunca puedan escapar.  Escribo para vencer mis miedos y a veces para vencerme a mí misma, y escribo porque es el único espacio en el que me siento a gusto cuando tengo ganas de gritar.

La tía Colombia murió a los 99 años enseñándonos desde su formación autodidacta a amar a los libros, y a mí, sin que ella lo supiera, me enseñó que debía tener un cuaderno en el que tenía que dejar escritas mis propias historias.  Nadie sabe dónde quedó el cuaderno de mi tía, y no sé si me atrevería a rastrear las huellas de mi familia desde su llegada a América porque ya no las recuerdo.  Lo que sí recuerdo vivamente es que la tía Colombia siempre dijo que quería que alguien de su familia fuese escritor, y hoy en donde sea que esté, espero que sonría porque uno de nosotros logró alcanzar su anhelo. 

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