jueves, 24 de julio de 2014

Guerra fría

Cada quien es dueño de su propia muerte
Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos de cólera

Hay demasiadas cosas en el interior de este refrigerador. Muchas, una cantidad excesiva, inútil: un montón. Y casi ninguna sirve. Medio tomate podrido, una rebanada de carne seca, un pedazo de torta de un cumpleaños al que no asistí. Hay que removerlas todas. Coger una pala y excavar de manera tal, que este lugar quede impecable para recibir una carga nueva.

¡Ah, se ha empotrado la miseria! Corre el peligro de dañarse todo; o salvo al refrigerador en este momento, o quizá termine convertido en ese lugar donde encerramos todas nuestras angustias, y que está destinado a acumular objetos perecibles, álbumes de fotos y madejas de lana Carmencita no.1, las de las chambritas.

Mi abuela me dejó muchas chambritas -para los bisnietos- decía. Soy la única de la familia que no ha usado ni una. Ahí están todavía; y estarán. Termino con esta tarea y las obsequio todas. Las cosas con el tiempo se estropean. Hasta las ilusiones se estropean. Voy a buscar la pala.

¡Todo listo! Me ubico frente al aparato para realizar la limpieza, pero se presenta un problema. El refrigerador decide no abrir sus puertas, ni siquiera aquella puertita que custodia las dos cosas que sí sirven. Me declara la batalla, se dispone a la guerra, se niega a cambiar. Me hará falta algo más que una pala.

Telefoneo un par de refuerzos. Uno falla, pero el otro, Giovanni, llega con un estéreo y le pone una canción romántica. El refrigerador parece reaccionar, oscila, temblequea, pero sigue reacio. Luego le cita al oído “esa” frase de Tal como éramos que lo pone mal; esa, en la que Streisand se despide de Redford a la salida del Plaza. Giovanni lo consuela -es mejor así- dice pausado, -todos hemos pasado por esto, pero aquí estamos.
Noto que empieza a gotear. Lágrimas de óxido. Me da pena el refrigerador, parece que se le están oxidando las coyunturas. No sé si eso es bueno o malo, así que actúo con rapidez y remato leyéndole unas líneas de El amor en los tiempos de cólera de García Márquez. Si la cosa no se decide ahora, deberé usar el poder de la cohesión. Y no, me arriesgo mucho al llegar a esa instancia.

Pero no es necesario, después de varios intentos fallidos, las puertas del refrigerador se abren, y mientras lo hacen, se escucha algo semejante a un xilófono pequeñito, más un acordeón. Yo-quisiera-tener-la-fuerza-para-abrir-la-puerta-y-limpiarlo-todo. Pero no todos queremos. No todos podemos.

Un destello de luz me impide ver de buenas a primeras su contenido: una foto mía con el que no llegó, una canción de Soda de fondo, un anillo de un compromiso roto, una pinta de helado de ron pasas (sin pasas y sin ron), un souvenir de París, una botella llena de lágrimas y el pedazo de mi corazón que todavía cree. El refrigerador gana la batalla, y yo me veo obligada a cerrar las puertas violentamente.

Ninguno de los dos estamos listos para abandonar ese cúmulo de atrocidades que nos recuerdan lo que somos. Esa parte del cerebro enamorada de la memoria nos traiciona. Hay demasiadas cosas. Muchas, una cantidad excesiva, inútil: un montón. Y casi ninguna sirve. Al menos, no a mí.


Inmóviles. Nos hemos defendido y como resultado de esta violenta guerra fría, hemos terminado congelados y asidos el uno al otro. La operación no era de vida o muerte, porque seguimos vivos, aunque ya casi no nos caben las cosas dentro. ¿Será que algún día generaremos suficiente calor para despegarnos de nosotros mismos?

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