sábado, 16 de mayo de 2015

Bitácora de viaje: La dolce vita a Roma non c'e piú

Llegué a Roma en un vuelo low cost a lo mal, pero cuando piensas que nada puede ir peor llegas al hostal del terror, un hueco en donde se podría filmar otra secuela de Taken y quizás, en esta ocasión, Liam Neeson fallaría.  En ninguna entrega de este blog me he atrevido a recomendar nada, pero ahora siento que es necesario: señores, por favor revisen tripadvisor antes de tomar decisiones, porque si yo hubiese leído las reseñas a tiempo jamás hubiese llegado a ese lugar.

 Sábado 2 de mayo de 2015, Roma.
En fin, salí de hostal corriendo, olvidando la Ley de Murphy que me perseguiría por toda Roma: llegué en feriado, había tanta gente como, guardando las proporciones y distancias, Montañita en carnaval.  Segundo tip: pregunten, en español, en inglés, en esperanto; pregunten, porque los benditos mapas turísticos no ayudan en nada y los centros históricos de las ciudades italianas son verdaderos laberintos.  Por ejemplo, estoy segura de que en algún lugar de Venecia está el Minotauro. Lo juro. 

Fila interminable para ingresar.
Siempre he escuchado que para conocer hay que caminar, de esta manera llegué a los Foros y al Coliseo, pero las filas para ingresar eran tan largas como las de la entrada al infierno, o para los no creyentes, a un concierto de Daddy Yankee.  Lo mismo es.  Los vendedores de selfie sticks en esta ciudad ya no me consideraban persona grata: voy de viaje sola y yo puedo tomarme mis fotos, sola, o por último puedo pedirle a alguien que me las tome.  No gracias, no quiero sus palos para selfies.  Punto.  Grrrr.

Huí del Coliseo como la primera vez, aunque en esa ocasión lo hice porque el suelo me lo pidió: no entres a este lugar porque guarda mucha energía negativa, e hice caso.  Ahora huí porque no iba a perder dos horas haciendo una fila para entrar.  A la salida había una retahíla de personajes raros: un hombre levitando agarrado de un bastón, unos mongoles tocando su música tradicional, y un afroecuatoriano tocando una mini marimba con la camiseta de la selección.  Pero vamos, vamos, que yo llegué a Roma porque quería volver a ver la Fontana di Trevi, a la que vi por primera vez en el 2006 de la mano del hombre de mis sueños del 2006.

Lección de vida.  No hay que ser tan codiciosa.  


Mi fuente, un circo.
Llegué a la Fontana di Trevi pensando en Fellini, en Mastroiani, en Anita Ekberg, y me encontré con un adefesio en reparación, con una pantalla LED que explicaba lo que estaban haciendo, cercada por paredes de acrílico transparente de las que pendían carteles que decían que igual podía echar la moneda y pedir el deseo... a una fuente sin agua (???), y para entrar, ¡igual tenías que hacer fila!  El resto fue predecible.  La ciudad estaba plagada de turistas con selfie sticks y yo no podía recordar el lugar de los mojitos cerca de la Vía Condotti.  Me abandoné a la caminata y a molestar a cualquier ser humano para que me tomara una foto en todas las plazas que encontré.  Me mimeticé con el enemigo.

Regresé al hostal y conversé al menos una hora con mi compañero de cuarto rumano.  Llegaron los japoneses y conversé con ellos también, todo bien, pero igual dormí con jean y camiseta y abrazada a mi cartera.  Al día siguiente me levanté temprano y le pregunté al japonés si me prestaba su plancha de cabello.  El japonés dijo que sí. Nivel de amistad: 220V.  Al finalizar le dejé sobre su cama el aparato con una caja de chocolates ecuatorianos y me dirigí a pie hacia Roma Termini. Llegué quince minutos antes de abordar el tren que salía, oh sorpresa, de la estación Roma Tiburtina.  Ese fue mi gran regalo romano porque sucedió algo extraordinario: no había ni una sola persona esperando un taxi afuera de la estación de trenes más grande de Roma.  Llegué a la otra estación en 10 minutos.  La taxista rockeaba una gafas rojas como la luz que se pasó para que yo llegue a tiempo.  En esos 10 minutos nunca dejó de discutir por teléfono con su pareja.  Me subí al tren con destino a Florencia un minuto antes de que partiera.

Nota mental: necesito una vespa atigrada


Cuando se cerraron las puertas del vagón, se cerró del todo Roma.  Esa Roma que ya no es mi Roma y que recibió a esa Adelaida que tampoco es -gracias, Borges- la del 2006.

Pero al menos salió el sol.

Adelaida del 2006 con el chico del 2006 en la Fontana di Trevi del 2006


Libro recomendado: Ladrón de bicicletas de Luigi Bartolini o El talento de Mr. Ripley de Patricia Highsmith.  Los dos fueron adaptados al cine y ambos tienen que ver con Roma.

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