miércoles, 30 de julio de 2014

Pacto literario

Me alcé el mojito martini en cuestión de segundos para darme valor.  Me quité una gota de vodka de los labios con el dedo anular y recorrí mis dientes con la lengua para remover cualquier resto de hierbabuena.  Caminé derecho y llegué hasta el lugar donde se encontraba el hombre que tanto tiempo había perseguido.  Era ahora o nunca.  Conversaba con un par de tipos enternados, que seguramente también pertenecían al mundo editorial, y sin mayor introducción, o vergüenza le dije

— Alfonso ¿te gustaría tener una esclava del tercer mundo?

El editor soltó una carcajada seca, y su rostro pálido enrojeció durante un par de segundos.  Se notaba que estaba incómodo, pero qué me importa, si al final mordió el anzuelo.  Alfonso giró su cuerpo hacia mí, y no tuvimos que decir nada: los enternados desaparecieron.  Por qué me atraía tanto este viejo lobo, que con su olfato pudo percibir el olor del miedo que yo despedía y que el vodka no logró disimular.  El editor estiró su brazo, rodeó mi cintura firmemente, y con su mirada incendiaria, me quemó. 

— ¿Y cómo se llama mi esclava?— guiñó.
— Layla, hoy me llamo Layla— respondí.

La noche se desenvolvió entre coqueteos y mil preguntas que le asegurasen que yo no tuviera ninguna novela para editar en mi cartera: ni la mía, ni la de nadie.  Si supiera que cada parte de mi cuerpo entra en hervor cada vez que se ríe no me preguntaría tanta tontería.  — Este hombre me mata— pensé en más de una ocasión mientras Alfonso peinaba con los dedos su cabello salpimentado, con excitante frecuencia.  Siempre anda bien afeitado, pero esa noche llevaba una barba de dos días que no me resistí a acariciar, y para ser un hombre maduro, su físico prometía aguantar más de una ronda.   Bebimos y no hablamos de Nóbeles, ni del post boom, ni de ferias de libros.  Hablamos de viajes, cocteles y noches de placer. 

— No cambiaría Barcelona ni por la promesa de un manuscrito escondido de Stieg Larsson— rió irónico, — ¿y tú?
— Yo en cambio daría muchas cosas por llegar a tu piso— guiñé clara y con cara de ahora mismo.  

Toda la noche le envié señales directísimas en las que me colaba a su departamento.  Él las aceptaba complacido.  Como yo sabía que esa noche lo iba a encontrar, me puse ese vestido Hervé Léger con el que había conquistado a mi marido: rojo y tan ceñido al cuerpo, que cualquier estudiante promedio de medicina hubiese podido dar una clase de anatomía sin quitármelo.  Como era de esperarse, Alfonso y yo, nos retiramos temprano.

Cuando abrió la puerta de su piso escuché un ronroneo.  Alfonso fue directamente a su habitación — para arreglarla—, pensé yo, así que esperé a que me llamara, me agaché y encontré al gato que saltó a rozarse entre mis piernas.   

— Se llama Plutón, gritó.

Una tiene esas cosas de relacionar tonterías en el momento menos oportuno, yo toda encendida y recordando que Plutón se llamaba el gato negro del Poe. — Qué hago, este hombre de verdad me mata.  Pero, ¿y si me mata de verdad? Hice un repaso de todos los cuentos de Poe hasta que Alfonso gritó desde su cuarto, interrumpiendo mi lapsus:

— Hey, gatita, sigues aquí, ¿no?
— ¡Sí!  ¿Te preparo algo?
— Mmmm sí, un vodka tónic.

Tuve ganas de ronronear un sí, pero me contuve, y comencé a pasear mi índice con aroma a mojito por los cientos de libros que tenía en su biblioteca, y que seguro había leído todos.  Luego revisé sus fotos: una de su madre, algunas con sus hermanos y sobrinos, una de un perro muy fino, claro que había una foto de Plutón, y varias con su mejor amigo.  Ninguna mujer de importancia para enmarcar.  — Excelente, vamos a hacerle a este hombre un vodka bien cargado.

Al fin, Alfonso salió de su habitación, pero tenía puesta su pijama de rombos de dos piezas y no lucía nada sexy.

— ¿Ese es mi vodka?
— Sí.
— Gracias, gata.  Toma, mañana debes estar aquí antes de las 8h00— dijo empujándome con el meñique hacia la puerta, — no tardes, que a mi novio lo enfurece tomar el desayuno después de esa hora —y me golpeó la nariz con la puerta.

A la mañana siguiente llegué quince minutos antes y le preparé mi desayuno estrella: omelette de espinaca y cheddar, jugo fresco de naranja, pan francés recién comprado y café pasado.  Lo acomodé todo sobre el desayunador junto al diario que recogí en la entrada, y encima coloqué el manuscrito de mi libro.  

jueves, 24 de julio de 2014

Guerra fría

Cada quien es dueño de su propia muerte
Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos de cólera

Hay demasiadas cosas en el interior de este refrigerador. Muchas, una cantidad excesiva, inútil: un montón. Y casi ninguna sirve. Medio tomate podrido, una rebanada de carne seca, un pedazo de torta de un cumpleaños al que no asistí. Hay que removerlas todas. Coger una pala y excavar de manera tal, que este lugar quede impecable para recibir una carga nueva.

¡Ah, se ha empotrado la miseria! Corre el peligro de dañarse todo; o salvo al refrigerador en este momento, o quizá termine convertido en ese lugar donde encerramos todas nuestras angustias, y que está destinado a acumular objetos perecibles, álbumes de fotos y madejas de lana Carmencita no.1, las de las chambritas.

Mi abuela me dejó muchas chambritas -para los bisnietos- decía. Soy la única de la familia que no ha usado ni una. Ahí están todavía; y estarán. Termino con esta tarea y las obsequio todas. Las cosas con el tiempo se estropean. Hasta las ilusiones se estropean. Voy a buscar la pala.

¡Todo listo! Me ubico frente al aparato para realizar la limpieza, pero se presenta un problema. El refrigerador decide no abrir sus puertas, ni siquiera aquella puertita que custodia las dos cosas que sí sirven. Me declara la batalla, se dispone a la guerra, se niega a cambiar. Me hará falta algo más que una pala.

Telefoneo un par de refuerzos. Uno falla, pero el otro, Giovanni, llega con un estéreo y le pone una canción romántica. El refrigerador parece reaccionar, oscila, temblequea, pero sigue reacio. Luego le cita al oído “esa” frase de Tal como éramos que lo pone mal; esa, en la que Streisand se despide de Redford a la salida del Plaza. Giovanni lo consuela -es mejor así- dice pausado, -todos hemos pasado por esto, pero aquí estamos.
Noto que empieza a gotear. Lágrimas de óxido. Me da pena el refrigerador, parece que se le están oxidando las coyunturas. No sé si eso es bueno o malo, así que actúo con rapidez y remato leyéndole unas líneas de El amor en los tiempos de cólera de García Márquez. Si la cosa no se decide ahora, deberé usar el poder de la cohesión. Y no, me arriesgo mucho al llegar a esa instancia.

Pero no es necesario, después de varios intentos fallidos, las puertas del refrigerador se abren, y mientras lo hacen, se escucha algo semejante a un xilófono pequeñito, más un acordeón. Yo-quisiera-tener-la-fuerza-para-abrir-la-puerta-y-limpiarlo-todo. Pero no todos queremos. No todos podemos.

Un destello de luz me impide ver de buenas a primeras su contenido: una foto mía con el que no llegó, una canción de Soda de fondo, un anillo de un compromiso roto, una pinta de helado de ron pasas (sin pasas y sin ron), un souvenir de París, una botella llena de lágrimas y el pedazo de mi corazón que todavía cree. El refrigerador gana la batalla, y yo me veo obligada a cerrar las puertas violentamente.

Ninguno de los dos estamos listos para abandonar ese cúmulo de atrocidades que nos recuerdan lo que somos. Esa parte del cerebro enamorada de la memoria nos traiciona. Hay demasiadas cosas. Muchas, una cantidad excesiva, inútil: un montón. Y casi ninguna sirve. Al menos, no a mí.


Inmóviles. Nos hemos defendido y como resultado de esta violenta guerra fría, hemos terminado congelados y asidos el uno al otro. La operación no era de vida o muerte, porque seguimos vivos, aunque ya casi no nos caben las cosas dentro. ¿Será que algún día generaremos suficiente calor para despegarnos de nosotros mismos?

Septenario apocalítptico

El lunes camino a casa a las 19:37 (salí de casa a las 07:37), en la calle encontré un perro. Un pinche perro. De raza pinche. Le he dicho un par de cosas al oído (tonterías, cualquier bobada) y él ha entendido otra cosa. Se ha confundido y me ha seguido a casa.

Vivo solo. Metí al perro en casa. Bebimos un par de cervezas. Me ha dicho algo al oído (cosas apocalípticas, contundentes) y yo no he entendido nada. Disimulé. Abrí otra cerveza hecho el tonto. Soy tonto. Él ya no quiso.

A la mañana siguiente, el perro había hecho tostadas francesas. Pinche perro. De raza pinche, el perro. No había comido un desayuno en casa desde 1994. Me mudé a casa en 1994. Estaban ricas las tostadas.

Le dejé las llaves. Me fui al trabajo. Martes con sabor a viernes. Quería volver, a casa. Regresé a las 18:30 (salí a las 07:37) y el perro me había preparado unas micheladas. Vimos una película. Sugerida por el perro. Muy buena estaba la película. A mi no me gustó, pero reconozco que era buena.

El miércoles no fui al trabajo. Me hice el enfermo. Siempre soy/estoy enfermo. Me gusta mirar por la ventana de la cocina y ver a la mujer del vecino prepararle el desayuno y me enfermo. El me hace de la mano y yo pienso en la perra que le fríe un par de huevos. Me enfermo. Se sube al coche, ella le tira besos. Qué tengo yo que no tiene él. El perro. Me curó el perro (yo no tenía nada) pero luego me sentí mejor. El miércoles me sentí mejor, gracias al perro.

Salimos a caminar. Me saludó el vecino -¡lindo tu perro!- gritó. -No, no es mío- pensé. -No es mi perro-. Regresamos a las 19:39 (ya no recuerdo a qué hora salimos). Los minutos son tan importantes, los segundos. Pinche perro, poco le importa el tiempo, al perro.

Jueves. Le compré un plato celeste con patitas y un suéter a rayas para el frío. Viernes. Le entregué un CD de Joy Division. Llegó el sábado y yo sonreía (siempre llevo cara de luto). Él no. El pinche perro. Siempre con sus cosas nuevas. Éxtasis voluntario. Felicidad absoluta. Un día de estos salgo y me compro algo que no necesito y experimento, lo que siente el perro.

El domingo salí a la despensa (me fui al supermercado) y cuando iba a pagar, escuché, en mi mente escuché un aullido desafinado y entendí lo que el perro me había dicho al oído. Y corrí. Corrí a la calle Villafloril 14. Eran las 19:36 y otra vez me encontré al vecino. Me susurró unas palabras al oído (cosas ininteligibles, absurdas) y a las 19:37 me pasó una correa por el cuello. Luego me llevó a casa. A su casa. Y yo, ya no tenía casa. Ni perro. Pinche perro. Apocalíptico, el perro. Me lo dijo el primer día. Y me hice el tonto. Soy tonto. Un pinche y pobre tonto.

Canción de despedida

Nunca esperé que terminásemos así, Lucy.  ¿Cuánto tiempo fue?  ¿Cuántos años estuvimos juntos?  Diez, doce.  Recuerdo vivamente cuando te vi por primera vez.  ¡Qué carrocería!  Ya, ya.  Lo siento.  Sé que mis piropos te parecen guarros, pero quisiera ver si no te digo nada…  Impresionabas, Lucy, qué linda eras.  Eres, aún.  ¿Recuerdas nuestro primer viaje, juntos?  Corríamos en la autopista, parecía que volábamos, como si nos hubiesen dicho que el mar se iba a secar si no llegábamos.  Cómo pasa el tiempo, cómo nos va pasando y cómo nos vamos acabando.  Envejecimos juntos, digamos que crecimos, Lucy, no quiero ofenderte más.  Yo tengo canas y tú, por más de que te llevaba a hacerte chequeos todo el tiempo, cada visita fue por mi culpa, por mi descuido, por mis errores.  Tú fuiste la primera y siempre te mantuviste fiel.  Debí valorar eso, Lucy.  Por eso me duele revivir la última noche que pasé contigo. 

Cuando conocí a Aurora, me enamoré de nuevo.  La visité un par de veces antes de decidirme.  Me gustó, pero nunca tanto como tú.  Tú sabes que es cierto.  Que yo siempre haya sido un mal hombre es otra cosa, pero presentarte a Aurora estuvo mal.  Nunca pensé que ibas a reaccionar así.  Te llevé a conocerla.  Hoy lo pienso bien y esa noche debí haber ido solo.  Cuando estuvimos los tres juntos me di cuenta de que nunca debí haberte hecho eso, Lucy.  Para qué.  Te descompusiste de entrada, como si supieras lo que iba a pasar.  Comenzaste a vomitar aceite frente al agente de ventas.  La última noche que pasé contigo, Lucy, quisiera olvidarla, pero no he podidoDime, qué podía hacer, si tú ya no dabas más y Aurora es cero kilómetros.