
— Alfonso ¿te gustaría
tener una esclava del tercer mundo?
El editor soltó una
carcajada seca, y su rostro pálido enrojeció durante un par de
segundos. Se notaba que estaba incómodo,
pero qué me importa, si al final mordió el anzuelo. Alfonso giró su cuerpo hacia mí, y no tuvimos
que decir nada: los enternados desaparecieron.
Por qué me atraía tanto este viejo lobo, que con su olfato pudo percibir
el olor del miedo que yo despedía y que el vodka no logró disimular. El
editor estiró su brazo, rodeó mi cintura firmemente, y con su mirada
incendiaria, me quemó.
— ¿Y cómo se llama mi
esclava?— guiñó.
— Layla, hoy me llamo
Layla— respondí.
La noche se
desenvolvió entre coqueteos y mil preguntas que le asegurasen que yo no tuviera ninguna
novela para editar en mi cartera: ni la mía, ni la de nadie. Si supiera
que cada parte de mi cuerpo entra en hervor cada vez que se ríe no me preguntaría
tanta tontería. — Este hombre me mata—
pensé en más de una ocasión mientras Alfonso peinaba con los dedos su cabello salpimentado, con excitante frecuencia.
Siempre anda bien afeitado, pero esa noche llevaba una barba de dos días que no
me resistí a acariciar, y para ser un hombre maduro, su físico prometía aguantar
más de una ronda. Bebimos y no hablamos de Nóbeles, ni del post
boom, ni de ferias de libros. Hablamos
de viajes, cocteles y noches de placer.
— No cambiaría
Barcelona ni por la promesa de un manuscrito escondido de Stieg Larsson— rió
irónico, — ¿y tú?
— Yo en cambio daría
muchas cosas por llegar a tu piso— guiñé clara y con cara de ahora mismo.
Toda la noche le envié
señales directísimas en las que me colaba a su departamento. Él las aceptaba complacido. Como yo sabía
que esa noche lo iba a encontrar, me puse ese vestido Hervé Léger con
el que había conquistado a mi marido: rojo y tan ceñido al cuerpo, que
cualquier estudiante promedio de medicina hubiese podido dar una clase de anatomía sin
quitármelo. Como era de esperarse, Alfonso y yo, nos retiramos temprano.
Cuando abrió la puerta
de su piso escuché un ronroneo. Alfonso fue directamente a su habitación
— para arreglarla—, pensé yo, así que
esperé a que me llamara, me agaché y encontré al gato que saltó a rozarse entre
mis piernas.
— Se llama Plutón, gritó.
Una tiene esas cosas
de relacionar tonterías en el momento menos oportuno, yo toda encendida y
recordando que Plutón se llamaba el gato negro del Poe. — Qué hago, este
hombre de verdad me mata. Pero, ¿y si me
mata de verdad? Hice un repaso de todos los cuentos de Poe hasta que Alfonso gritó desde su cuarto,
interrumpiendo mi lapsus:
— Hey, gatita, sigues
aquí, ¿no?
— ¡Sí! ¿Te preparo algo?
— Mmmm sí, un vodka
tónic.
Tuve ganas de
ronronear un sí, pero me contuve, y comencé a pasear mi
índice con aroma a mojito por los cientos de libros que tenía en su biblioteca,
y que seguro había leído todos. Luego revisé sus fotos: una de su madre,
algunas con sus hermanos y sobrinos, una de un perro muy fino, claro que había una
foto de Plutón, y varias con su mejor amigo. Ninguna mujer de importancia para
enmarcar. — Excelente, vamos a hacerle a este hombre un vodka bien cargado.
Al fin, Alfonso salió de su habitación, pero tenía puesta su pijama de rombos de dos
piezas y no lucía nada sexy.
— ¿Ese es mi vodka?
— Sí.
— Gracias, gata. Toma, mañana debes estar aquí antes de las 8h00—
dijo empujándome con el meñique hacia la puerta, — no tardes, que a mi novio lo
enfurece tomar el desayuno después de esa hora —y me golpeó la nariz con la
puerta.
A la mañana
siguiente llegué quince minutos antes y le preparé mi desayuno estrella:
omelette de espinaca y cheddar, jugo fresco de naranja, pan francés recién
comprado y café pasado. Lo acomodé todo sobre el desayunador junto al
diario que recogí en la entrada, y encima coloqué el manuscrito de mi libro.